Nuestro querido compañero Ángel Palencia De la Torre SJ falleció en Lima el 2 de mayo del 2009, luego de una vida dedicada, entregada, hasta el final. Tenía 73 años y 55 en la Compañía de Jesús.

Ángel era un jesuita disponible, en todo momento y para cualquier ocasión; un compañero que confiaba cuando se pensaba en él, que aceptaba con el mayor ánimo porque creía, porque su fe era más fuerte que los desafíos, o las dificultades. Como lo ha mostrado en este tramo final, afrontando su propia limitación y superando problemas críticos hasta lo increíble.

Ángel estuvo al inicio de marcadas tareas de la Provincia Peruana como el “Survey” (proceso de planificación) del P. Arrupe, la casa de Ayacucho o las pensiones escalonadas de los Colegios. O dando seguimiento a otras muchas, sobre todo en momentos difíciles. Fue Maestro de Novicios, Delegado de Educación, Consultor, (“yo añadiría algo de Iglesia…”, -decía porque le gustaba que los temas estuvieran centrados-), Rector de Piura y la Inmaculada, Superior de Trujillo y por 25 años dedicado a la Universidad del Pacífico. Era matemático por estudios, aunque de lo que más entendía era de responsabilidad, de dedicación extrema si era necesario, que nos podía resultar impaciencia, pero en el fondo era por pura entrega. De hecho, apasionado en la misión, buscando siempre y asumiendo lo que le pedían.

Texto que el P. Luis López Yarto SJ, compañero de colegio de Ángel, envió desde España, y que fue leído en la Misa de cuerpo presente en el momento de la accion de gracias:

No era fácil describir qué era lo que tenía aquel niño de diez años y medio que se llamaba Ángel, al que sus compañeros elegíamos año tras año como delegado de clase. Fue desde el año 1945 al año 1951. Cuando pasamos a ser problemáticos adolescentes nuestra opinión sobre Ángel Palencia seguía siendo la misma: El líder nato de la clase era él.

Quizá se trataba de su inteligencia, de una brillantez discreta, que le hacía aparecer como una roca en la que más de uno en apuros se podía apoyar confiadamente. Quizá su capacidad de tratar muy de tú a tú con los adultos – los profesores – , ante los que sabía ser respetuoso, pero con los que dialogaba de los problemas de sus compañeros sin timidez ni cobardía. Quizá era su atractiva sencillez, su trasparencia sin dobleces al mostrar sus sentimientos, su perseverancia en el perseguir los objetivos. Pero quizá y sobre todo, (¿herencia del funcionario sin tacha que fue su padre?), aquella enorme, inmensa lealtad.

Porque Ángel Palencia fue sobre todo y ante todo un hombre leal.

La lealtad a los principios que vio un día en Ejercicios le hicieron
llamar a la puerta de la Compañía de Jesús. “Si he dicho una vez ‘Tomad Señor y recibid toda mi libertad’, ¿cómo no voy a hacerme jesuita?” me decía en 1952.

Lealtad a la amistad, que se ha conservado hasta el día anterior a su coma profundo: amistades a las que no veía quizá desde hacía cincuenta años, y con las que podía conversar como si el último encuentro hubiera sido ayer.

Lealtad a media sonrisa (¡ah, su sentido del humor, para tantos
incomprensible!) para las cosas pequeñas como su Atlético de Madrid, El Estudiantes, equipo de baloncesto que ocupaba un lugar preferente en su corazón y los toros de la Monumental, vividos en el recuerdo.

Muchas cosas de Ángel suponían sorpresas para los no iniciados. Sus
explosiones afectivas (¡que me da, que me da!, decía), sus decisiones clarividentes y sin mucha vuelta atrás, esa mezcla insospechada de hombre austero y exigente que tenía sin embargo sus rasgos de intenso amor a la vida. Su muerte, por esperada no menos sorprendente, ha sido una sorpresa más. Él decía que aquel al que Dios no sorprende un poco cada día, no merece llamarse amigo suyo.

Tras la primera sorpresa Ángel mismo habrá hecho un gesto de quitar
importancia al paso más decisivo de todos, a este pasar definitivamente la frontera. Y, leal al núcleo fundamental de su vida, habrá acabado por fin la oración de Ignacio: “Dame tu amor y gracia, que eso me basta”.