“Rolo” -como familiarmente solíamos llamarle todos sus amigos- nació en Iquitos, el 20 de diciembre de 1952. Después de terminar sus estudios secundarios en el Colegio San Agustín de Lima, ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos para estudiar Ciencias Sociales. El 30 de mayo de 1972, una vez concluidos los dos primeros años de universidad, entró en el Noviciado de la Compañía de Jesús, para seguir la vocación religiosa que había empezado a sentir desde varios años antes.

Ya como jesuita, hizo sus estudios de Humanidades y Filosofía en la Pontificia Universidad Católica del Perú, durante los años 1975-1978. Y, antes de empezar los estudios teológicos, trabajó pastoralmente en la Parroquia de San Juan Bautista de Jarpa, en las alturas de Huancayo. En 1980, inició sus estudios de Teología en la Universidad Católica de Chile, prosiguiéndolos -año y medio más tarde- en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Luego de su Ordenación Sacerdotal -que tuvo !ugar en Lima, el 31 de julio de 1983- realizó estudios de especialización en Sagrada Escritura, en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma y Jerusalén. En 1987, al terminar los estudios especiales, sus superiores lo destinaron a trabajar en la Parroquia de San Ignacio, en el Vicariato Apostólico de San Francisco Javier. Y un año más tarde, fue enviado como profesor y formador al Seminario Mayor San Luis Gonzaga de Jaén.

A fines de 1989, pocos meses después de haber culminado su última etapa de formación, Rolo solicitaba su incorporación definitiva a la Compañía de Jesús con estas palabras: «Siento que en mi vida no hay otro deseo mayor que corresponder, desde mi pequeñez, al inmenso amor que Dios me tiene, sirviéndole a Él y a su pueblo en la Compañía de su Hijo y con la fuerza de su Espíritu. Deseo, con todo mi ser, vivir y morir en la Compañía. Vivir y morir cada día junto con todos los compañeros que diariamente, en un trabajo silencioso y abnegado, entregan su vida en esta nuestra comunidad de “amigos en el Señor”. En ese deseo descubro la voluntad de Dios a la que intento responder cada día de mi vida como jesuita». Su petición fue gozosamente aceptada por la Compañía y, el 15 de agosto de 1990, hacía su Profesión Solemne en la Parroquia nuestra Señora de Fátima, en Lima.

En 1992 fue nombrado Rector del Seminario, cargo que ejerció hasta el momento de su muerte. Fue también Vicario Delegado de Mons. José María Izuzquiza, y miembro del Consejo de Misión y del Consejo de Asuntos Económicos del Vicariato. Y, a nivel interno de la Compañía, coordinador del Área de Formación del Clero.

A mediados de marzo de 1995 empezó a sentirse mal y tuvo que ser trasladado a Lima, donde -luego de tres meses de enfermedad- fallece el domingo 11 de junio de 1995, en la Solemnidad de la Santísima Trinidad. Nuestro buen Padre Dios lo llamó para vivir con Él por siempre, a los 42 años de edad y 23 años de vida en la Compañía de Jesús. Y desde allí confiamos que seguirá velando e intercediendo siempre por nosotros.

Carta del P. Rolando López pocas semanas antes de su muerte

Algunas semanas antes de su muerte, consciente ya de la gravedad de su estado, Rolo dirigió esta carta a sus hermanos y hermanas del Vicariato de Jaén:

Lima, 21 de abril de 1995

Querido José María, queridos hermanos, queridas hermanas, Vicariato de Jaén.

Aunque ésta tenga la forma de circular dirigida a todos(as), considérenla una carta personal: Tengo en mi recuerdo y en mi corazón el rostro de cada uno(a) de ustedes, con quienes deseo compartir estos momentos tan especiales de mi vida.

Ya saben en qué circunstancias tuve que salir de Jaén: prácticamente asfixiándome. Del aeropuerto me llevaron inmediatamente a la Clínica Tezza: auscultación, placas, análisis… el pulmón muy comprometido. Las tres semanas iniciales en cama, viví la primera parte de la agonía de Jesús en Getsemaní: tristeza, miedo, rebeldía… “¡Aparta de mí este cáliz!”. ¿Por qué a mí en la plenitud de la vida? El Domingo de Ramos, el Señor me dio la gracia de experimentar la segunda parte: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Puse mi vida en las manos del Señor. Y comprendí que para eso he vivido: para estar con el Señor. Desde ese momento me invadió su paz.
El Jueves Santo, día del sacerdote, con el gran cariño fraterno que lo caracteriza, mi queridísimo P. Provincial me dio el diagnóstico: Cáncer al pulmón. Jueves Santo sacerdotal clavado -de alguna manera- con Jesús; conectado las 24 horas a un tanque de oxígeno que él no tuvo y a una vía central que va directamente a la aorta, por la que me administran todos los medicamentos. Tampoco tuvo Jesús estos cuidados ni los del equipo de médicos con el que cuento; ni la atención de “ángeles de la guarda” como Alfredo del Risco, Ubaldo Ramos y todo el equipo de la Enfermería S.J.

Inmediatamente después de conocer la seriedad de mi estado, vino otro hermano queridísimo, el P. Fausto Pardo, S.J., a quien le dieron dos meses de vida y ya lleva once años con su cáncer. Fausto me ha dado valor para la lucha: Me pongo en manos de Dios, no le pido salud ni enfermedad, vida larga o vida corta, sino lo que sea para su mayor gloria. En manos de Dios, y al mismo tiempo dispuesto a luchar y poner de mi parte lo necesario. No quiero ser de los enfermos que contribuyen a su derrota, quiero participar activamente de la victoria de Dios en mí. Fausto me abrió el corazón a la esperanza.

Cuando me quedé solo en la noche, ya no me pregunté: ¿por qué?, sino: ¿para qué? Una vez más San Pablo me recordó la respuesta: “Sabemos que todo sucede para bien de los que aman al Señor, es decir, de los que él ha llamado según sus planes… a los que él ha destinado a reproducir la imagen de su Hijo … a los que otorgó su salvación y les comunicó su gloria” (Rom. 8, 28-30). Y de ahí la profunda convicción de que nada ni nadie podrá separarme del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom. 8, 31-39).

Fui, desde siempre, llamado para predicar el Evangelio… hasta ahora gozando de buena salud. Desde ahora con mi enfermedad. Anunciar que es Buena Nueva, Evangelio, presencia de un Dios bueno y tierno. Deseo, desde lo profundo de mi corazón, que desde esta incomprensible situación, sintamos la misteriosa, pero cercanísima presencia de un Dios que es amor y que siente ternura por sus hijos.

En Jesús, que me une a su cruz de esta manera, siento el abrazo y el beso de Dios, que comunico a todos(as) ustedes. Jesús se me hace tan cercano en el amor de mis hermanos(as), decenas de amigos(as) que me hacen llegar su cariño, su oración, su esperanza… me hacen llegar la vida, me hacen sentir esa victoria de Dios en mí. La fe, la esperanza, el amor de mis padres y hermanos que han asumido esto con una fuerza que sólo puede venir de Dios y que es otra muestra de su amor. Vivo la cruz con el gozo de la Pascua. ¿Podemos entonces seguir llamando a la enfermedad un “mal”, cuando se siente la gracia y la fuerza del amor? Desde el punto de vista médico la enfermedad seguirá considerándose un mal. Desde mi fe, la vivo como un tiempo de gracia. Y quisiera que así la experimenten también ustedes, a quienes amo profundamente y por quienes me siento profundamente amado.

Sé que me acompañan y me siguen acompañando con su oración. Estamos encomendándonos al Señor por intercesión del P. Pedro Arrupe SJ. A él, a San Ignacio, y a todos ustedes quiero hacer esta oración tan amada:
“Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y toda mi voluntad, todo mi haber y poseer. Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo tomo. Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta”.

Rezo por ustedes cada día, “¡Cantemos al Señor! Vivamos la alegría dada a luz en el dolor”, cantemos al Señor resucitado.

Unidos más que nunca y con todo mi amor fraterno,

Rolando López, SJ